LAS MARAVILLAS DEL 2000 - Emilio Salgari
PRIMERA PARTE
LA FLOR DE LA RESURRECCIÓN
El pequeño vapor que una vez a la semana hace el servicio postal entre Nueva York, la ciudad más populosa de los Estados Unidos de Norteamérica, y la minúscula población de la isla de Nantucket, había entrado aquella mañana en el pequeño puerto con un solo
pasajero. Durante el otoño, terminada la estación balnearia, eran rarísimas las personas que llegaban a esa isla, habitada sólo por unas mil familias de pescadores que no se ocupaban de otra cosa que de arrojar sus redes en las aguas del Atlántico.
-Señor Brandok -había gritado el piloto cuando el vapor estuvo anclado junto al desembarcadero de madera-, ya hemos llegado.
El pasajero, que durante toda la travesía había permanecido sentado en la proa sin intercambiar una palabra con nadie, se levantó con cierto aire de aburrimiento, que no pasó inadvertido ni para el piloto ni para los cuatro marineros.
-Las diversiones de Nueva York no le han curado su spleen -murmuró el timonel dirigiéndose a sus hombres-. Y, sin embargo, ¿qué le falta? Es bello, joven y rico… ¡si yo estuviese en su lugar!
El pasajero era, en efecto, un hermoso joven, tenía entre veinticinco y veintiocho años, era alto y bien conformado, como lo son ordinariamente todos los norteamericanos, esos hermanos gemelos de los ingleses, de líneas regulares, ojos azules y cabello rubio.
No obstante había en su mirada un no sé qué triste y vago que conmovía de inmediato a cuantos se le acercaban, y sus movimientos tenían un no sé qué de pesadez y cansancio que contrastaba vivamente con su aspecto robusto y lozano.
Se hubiera pensado que un mal misterioso minaba su juventud y su salud, a pesar del bello tinte sonrosado de su piel, ese tinte que indica la riqueza y la bondad de la sangre de la fuerte raza anglosajona.
Como hemos dicho, al oír la voz del piloto el señor Brandok se levantó casi con esfuerzo y como si en ese momento despertara de un largo sueño.
Bostezó dos o tres veces, miró soñoliento la orilla, tocó apenas el ala de su sombrero respondiendo al saludo respetuoso de los marineros, y bajó lentamente al muelle de madera.
En vez de encaminarse hacia el poblado cuyas casas se alineaban a doscientos pasos del puerto, marchó a lo largo de la costa con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y los ojos medio cerrados, como si fuese presa de una especie de sonambulismo.
Cuando llegó a un extremo del poblado se detuvo y abrió los ojos, fijándolos en un grupo de chicos descalzos a pesar del aire punzante y que corrían por los médanos riendo y gritando.
-He aquí seres felices -murmuró Brandok con tono de envidia-; éstos, al menos, no saben qué es el spleen.
(136 páginas - idioma: español)
https://issuu.com/repolidoblaz/docs/las_maravillas_del_2000_-_emilio_sa
PRIMERA PARTE
LA FLOR DE LA RESURRECCIÓN
El pequeño vapor que una vez a la semana hace el servicio postal entre Nueva York, la ciudad más populosa de los Estados Unidos de Norteamérica, y la minúscula población de la isla de Nantucket, había entrado aquella mañana en el pequeño puerto con un solo
pasajero. Durante el otoño, terminada la estación balnearia, eran rarísimas las personas que llegaban a esa isla, habitada sólo por unas mil familias de pescadores que no se ocupaban de otra cosa que de arrojar sus redes en las aguas del Atlántico.
-Señor Brandok -había gritado el piloto cuando el vapor estuvo anclado junto al desembarcadero de madera-, ya hemos llegado.
El pasajero, que durante toda la travesía había permanecido sentado en la proa sin intercambiar una palabra con nadie, se levantó con cierto aire de aburrimiento, que no pasó inadvertido ni para el piloto ni para los cuatro marineros.
-Las diversiones de Nueva York no le han curado su spleen -murmuró el timonel dirigiéndose a sus hombres-. Y, sin embargo, ¿qué le falta? Es bello, joven y rico… ¡si yo estuviese en su lugar!
El pasajero era, en efecto, un hermoso joven, tenía entre veinticinco y veintiocho años, era alto y bien conformado, como lo son ordinariamente todos los norteamericanos, esos hermanos gemelos de los ingleses, de líneas regulares, ojos azules y cabello rubio.
No obstante había en su mirada un no sé qué triste y vago que conmovía de inmediato a cuantos se le acercaban, y sus movimientos tenían un no sé qué de pesadez y cansancio que contrastaba vivamente con su aspecto robusto y lozano.
Se hubiera pensado que un mal misterioso minaba su juventud y su salud, a pesar del bello tinte sonrosado de su piel, ese tinte que indica la riqueza y la bondad de la sangre de la fuerte raza anglosajona.
Como hemos dicho, al oír la voz del piloto el señor Brandok se levantó casi con esfuerzo y como si en ese momento despertara de un largo sueño.
Bostezó dos o tres veces, miró soñoliento la orilla, tocó apenas el ala de su sombrero respondiendo al saludo respetuoso de los marineros, y bajó lentamente al muelle de madera.
En vez de encaminarse hacia el poblado cuyas casas se alineaban a doscientos pasos del puerto, marchó a lo largo de la costa con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y los ojos medio cerrados, como si fuese presa de una especie de sonambulismo.
Cuando llegó a un extremo del poblado se detuvo y abrió los ojos, fijándolos en un grupo de chicos descalzos a pesar del aire punzante y que corrían por los médanos riendo y gritando.
-He aquí seres felices -murmuró Brandok con tono de envidia-; éstos, al menos, no saben qué es el spleen.
(136 páginas - idioma: español)
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