AGUILAS DE LA ESTEPA - Emilio Salgari
CAPITULO 1
UN SUPLICIO ESPANTOSO
-¡A él, sartos!… ¡Ahí está!…
Alaridos ensordecedores respondieron a este grito y una ola humana se derramó por las angostas callejuelas de la aldea flanqueadas por pequeñas casas de adobe, de color gris y miserable aspecto, como todas las habitadas por los turcomanos no nómades de la gran estepa turana.
-¡Deténganlo con una bala en el cráneo!
-¡Maten a ese perro! … ¡Fuego!…
Una voz autoritaria que no admitía réplica dominó todo ese alboroto.
-¡Guay de quien dispare!! … Cien “thomanes”{1} al que me lo traiga vivo!
El que había pronunciado estas palabras era un soberbio tipo de anciano, mayor de sesenta años, de aspecto rudo y robusto, anchas espaldas, brazos musculosos y bronceada piel que los vientos punzantes y los rayos ardientes del sol de la estepa habían vuelto áspera. Sus ojos negros y brillantes, la nariz como pico de loro y una larga barba blanca le cubría hasta la mitad del pecho. Por las prendas que vestía se notaba en seguida que pertenecía a una clase elevada: su amplio turbante era de abigarrada seda entretejida con hilos de oro; la casaca de paño fino con alamares de plata y las botas, de punto muy levantada, de marroquí rojo. Empuñaba un auténtico sable de Damasco, una de esas famosas hojas que se fabricaban antiguamente en la célebre ciudad y que parecían estar formadas por sutilísimas láminas de acero superpuestas para que fueran flexibles hasta la empuñadura.
A la orden del anciano todos los hombres que lo rodeaban bajaron los fusiles y pistolas y echaron mano de sus “cangiares”, arma muy parecida al “yatagán” de los turcos, para proseguir su furiosa carrera a los gritos de: -¡Atrápenlo!… ¡Rápido!
(136 páginas - idioma:español)
https://issuu.com/repolidoblaz/docs/aguilas_de_la_estepa_-_emilio_salga
CAPITULO 1
UN SUPLICIO ESPANTOSO
-¡A él, sartos!… ¡Ahí está!…
Alaridos ensordecedores respondieron a este grito y una ola humana se derramó por las angostas callejuelas de la aldea flanqueadas por pequeñas casas de adobe, de color gris y miserable aspecto, como todas las habitadas por los turcomanos no nómades de la gran estepa turana.
-¡Deténganlo con una bala en el cráneo!
-¡Maten a ese perro! … ¡Fuego!…
Una voz autoritaria que no admitía réplica dominó todo ese alboroto.
-¡Guay de quien dispare!! … Cien “thomanes”{1} al que me lo traiga vivo!
El que había pronunciado estas palabras era un soberbio tipo de anciano, mayor de sesenta años, de aspecto rudo y robusto, anchas espaldas, brazos musculosos y bronceada piel que los vientos punzantes y los rayos ardientes del sol de la estepa habían vuelto áspera. Sus ojos negros y brillantes, la nariz como pico de loro y una larga barba blanca le cubría hasta la mitad del pecho. Por las prendas que vestía se notaba en seguida que pertenecía a una clase elevada: su amplio turbante era de abigarrada seda entretejida con hilos de oro; la casaca de paño fino con alamares de plata y las botas, de punto muy levantada, de marroquí rojo. Empuñaba un auténtico sable de Damasco, una de esas famosas hojas que se fabricaban antiguamente en la célebre ciudad y que parecían estar formadas por sutilísimas láminas de acero superpuestas para que fueran flexibles hasta la empuñadura.
A la orden del anciano todos los hombres que lo rodeaban bajaron los fusiles y pistolas y echaron mano de sus “cangiares”, arma muy parecida al “yatagán” de los turcos, para proseguir su furiosa carrera a los gritos de: -¡Atrápenlo!… ¡Rápido!
(136 páginas - idioma:español)
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